El Futuro de nuestro Despacho y el Porvenir de la abogacía (1).
¿Qué debemos hacer los abogados y abogadas para proyectarnos hacia el futuro?
¿Qué retos tenemos planteados, y cómo deberemos abordarlos?
De cómo respondamos a esas dos preguntas dependerá el porvenir de la abogacía y el futuro de nuestro Despacho.
Hay palabras que destilan el pegajoso aroma de una antropología cultural pasada de moda. Una de esas palabras es, precisamente, el «porvenir».
Se trata de una palabra que tiene hermanas gemelas en otros idiomas, «casi» con el mismo significado. «Avenir», en francés y catalán, «avvenire» en italiano.
«Avenir» en catalán significa también dejar de discrepar, o resolver una discordia, y la raíz latina de esa palabra (advenīre), significaba «llegar».
Afortunadamente, se trata de una palabra poco utilizada, porque en realidad dibuja un suceso de futuro contingente.
Tal vez por esa razón utilizamos la palabra porvenir con esa sensación de incertidumbre, en lugar de referirnos al «por llegar», al «por encontrar», o al «por alcanzar».
La trampa esta en el «venir», que hace que el suceso no dependa de nosotros.
Venir, dicho de una cosa, es moverse de allá hacia acá, y, dicho de una persona, es llegar a donde está quien habla.
Se trata de esperar, no de actuar.
Por eso prefiero hablar del futuro de nuestro despacho en contraposición al porvenir de la abogacía.
De hecho, nuestra profesión tiene un futuro incierto, hasta tal punto que si nos ponemos a pensar cómo evolucionará la abogacía en el futuro, la capacidad de previsión tiene un horizonte temporal escaso.
Nadie puede asegurar que el actual status quo perdure más allá de lo que tarden en cambiar las actuales leyes procesales, o la desregulación definitiva de nuestra profesión, ante la incapacidad de dar solución a un nuevo modelo de negocio para el que la abogacía no parece estar ni preparada, ni dispuesta a afrontar.
La digitalización de las operaciones económicas, con un coste marginal tendente al «cero», sobre todo cuando se realizan a través de Internet, generan un nivel de impunidad directamente proporcional al coste asociado la intervención de un profesional del derecho contratado para resolver el conflicto.
Tampoco los ESTADOS favorecen la superación de ese umbral de impunidad.
Efectivamente, no vamos por buen camino cuando las políticas diseñadas para mejorar la administración de justicia hacen justo lo contrario, pues añadir tasas y procedimientos alambicados y complejos para resolver el más mínimo conflicto solamente encarece el coste de metabolización de un conflicto.
Además, no hay nada que pueda cambiar si debemos combatir los niveles de impunidad tolerados a las grandes corporaciones que hoy en día monopolizan el negocio digital globalizado si debemos litigar respetando un ámbito territorial tan ridículo como el asociado a las jurisdicciones del Estado-Nación tradicional.
Nada ocurre por casualidad.
A mí siempre me ha sorprendido que cuando nos referimos a los órganos que deben impartir justicia utilicemos dos conceptos diametralmente distintos.
Nos referimos a la Administración de Justicia cuando hablamos de los salarios de los funcionarios, del papel de “water”, o del coste de mantenimiento de los edificios, y al Poder Judicial cuando hablamos de lo esencial: a quién le damos las llaves de la cárcel.
No llego a comprender cómo el «poder judicial» es el único poder que no tiene un verdadero y efectivo control democrático.
Los ciudadanos europeos podemos elegir cada cuatro años al alcalde que nos impone las multas de aparcamiento, y al gobernante que nos exige los impuestos, pero no elegimos al juez o a la jueza que nos puede poner en la cárcel.
Les damos las llaves de la cárcel a unos/unas profesionales cuya habilitación fundamental depende de haber superado una durísima oposición.
No me pregunten por la solución alternativa porque no la conozco.
Es más, tendría dudas sobre la eficacia del control efectivo de los otros dos poderes del Estado de Derecho. Porque, lamentablemente, mis dudas gravitan sobre la capacidad de alguno de los gobernantes elegidos, sin someterles a la más mínima prueba de idoneidad. Basta con leer la prensa local e internacional.
Pero a esos gobernantes los podemos expulsar de la política cada cuatro años, mientras que a los miembros del poder judicial no.
No me pregunten tampoco si eso es bueno, o rematadamente malo. No es ése el debate que les propongo.
Lo único que pretendo establecer es que el porvenir de la abogacía y el futuro de nuestro Despacho depende de ese escenario tan inestable.
Por eso, puede que la abogacía tenga porvenir, lo que no sé es si tiene futuro.
A la abogacía le ocurre lo mismo que les ocurría a los médicos y a los físicos hace más de 150 años.
Los médicos empezaron a curar enfermedades endémicas y letales, desde la viruela a la tuberculosis, pasando por la rabia, cuando descubrieron que el agente causal era un microbio, un elemento invisible para el ojo humano.
Y lo mismo le ocurre a la física moderna, cuando descubre el magnetismo, la fuerza de la atracción en la ecuación espacio-tiempo, y la física cuántica.
En ambos casos, el salto hacia el futuro se produce cuando se transita desde lo «macro» hasta lo «micro».
Y eso es algo que la abogacía no sido capaz de hacer, pues seguimos atrapados en un escenario «macro» sin darnos cuenta que la digitalización y los conflictos asociados a la nueva economía sólo podrán resolverse con soluciones «micro», que permitan gestionar el conflicto de una forma tan eficiente, y compulsiva, como barata.
A todos los descubridores de la solución «micro» en medicina y en física les dieron el Nobel. A ningún abogado o abogada le van a dar el Nobel por ganar un pleito con costas.
Se trata de otro escenario que ni siquiera hemos sido capaces de imaginar.
Antoni Aulés / © AULÉS LEGAL, S.L.P. 2019. Prohibida la reproducción total o parcial. Todos los derechos reservados.